IMAGINAMOS LA LECTURA Y ESCRIBIMOS CREATIVAMENTE
MOTIVACIÓN:
Observamos la imagen y respondemos:
¿Crees que la imaginación es importante en el
desarrollo de la lectura? ¿Por qué?
USHANAN-JAMPI
(EL REMEDIO
ÚLTIMO
1920
ENRIQUE LÓPEZ
ALBÚJAR (peruano)
A
Francisco A. Loayza, en Yokohama. La plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo
entero, ávido de curiosidad, se había congregado en ella desde las primeras
horas de la mañana, en espera del gran acto de justicia a que se había
convocado la víspera, solemnemente.
Se
habían suspendido todos los quehaceres particulares y todos los servicios
públicos. Allí estaban el jornalero, poncho al hombro, sonriendo con sonrisa
idiota, ante las frases intencionadas de los corros; el pastor greñudo, de
pantorrillas bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas, como lianas en
torno de un tronco; el viejo silencioso y taimado, mascador de coca sempiterno;
la mozuela tímida y pulcra, de pies limpios y bruñidos como acero pavonado, y
uñas desconchadas y roídas, y faldas negras y esponjosas como repollo; la vieja
regañona, haciendo perinolear al aire el huso mientras barbotea un rosario
interminable de conjuros; y el chiquillo, con su clásico sombrero de falda
gacha y capa cónica —sombrero de payaso—, tiritando al abrigo de un ilusorio
ponchito que apenas le llega al vértice de los codos.
Y por entre esa multitud, los perros, unos
perros de color ámbar sucio, hoscos, héticos1, de cabezas angulosas y largas
como cajas de violín, costillas transparentes, pelos hirsutos, miradas de lobo,
cola de zorro y patas largas, nervudas y nudosas —verdaderas patas de arácnido—
yendo y viniendo incesantemente, olfateando a las gentes con descaro,
interrogándolas con miradas de ferocidad contenida, lanzando ladridos
impacientes de bestias que reclamaran su pitanza.
Se
trataba de hacerle justicia a un agraviado de la comunidad, a quien uno de sus
miembros, Conce Maille, ladrón incorregible, le había robado días antes una
vaca. Un delito que había alarmado a todos profundamente, no tanto por el hecho
cuanto por la circunstancia de ser la tercera vez que un mismo individuo. La lectura puedes encontrar en tu libro de
antología literaria cometía tal crimen. Algo inaudito en la comunidad. Aquello
significaba un reto, una burla a la justicia severa e inflexible de los yayas2
, merecedora de un castigo pronto y ejemplar.
Al
pleno sol, frente a la casa comunal y en torno de una mesa rústica y maciza,
con una macicez de mueble incaico, el gran concejo de los yayas, constituido en
tribunal, presidía el acto, solemne, impasible, impenetrable, sin más señales
de vida que el movimiento acompasado y leve de las bocas chacchadoras, que
parecían tascar un freno invisible.
De
pronto los yayas dejaron de chacchar, arrojaron de un escupitajo la papilla
verdusca de la masticación, limpiáronse en un pase de manos las bocas
espumescentes, y el viejo Marcos Huacachino, que presidía el concejo, dijo:
—Ya
hemos chacchado bastante. La coca nos aconsejará en el momento de la justicia.
Ahora bebamos para hacerlo mejor.
Y
todos, servidos por un decurión, fueron vaciando a grandes tragos un enorme
vaso de chacta.
—Que
traigan a Cunce Maille —ordenó Huacachino una vez que todos terminaron de
beber.
Y,
repentinamente, maniatado y conducido por cuatro mozos corpulentos, apareció ante
el Tribunal un indio de edad incalculable, alto, fornido, ceñudo y que parecía
desdeñar las injurias y amenazas de la muchedumbre. En esa actitud, con la ropa
ensangrentada y desgarrada por las manos de sus perseguidores y las dentelladas
de los perros ganaderos, el indio más parecía la estatua de la rebeldía que la
del abatimiento. Era tal la regularidad de sus facciones de indio puro, la
gallardía de su cuerpo, la altivez de su mirada, su porte señoril, que, a pesar
de sus ojos sanguinolentos, fluía de su persona una gran fuerza de simpatía: la
simpatía que despiertan los hombres que representan la hermosura y la fuerza.
—¡Suéltenlo!
—exclamó la misma voz que había ordenado traerlo.
Una
vez libre, Maille se cruzó de brazos, irguió la desnuda y revuelta cabeza,
desparramó sobre el concejo una mirada sutilmente desdeñosa y esperó.
—José
Ponciano te acusa de que el miércoles pasado le robaste su vaca mulinera y que
has ido a vendérsela a los de Obas. ¿Tú qué dices?
—¡Verdad!
Pero Ponciano me robó el año pasado un toro. Estamos pagados.
—¿Por
qué entonces no te quejaste?
—Porque
yo no necesito que nadie me haga justicia. Yo mismo sé hacérmela.
—Los
yayas no consentimos que aquí nadie se haga justicia. El que se la hace pierde
su derecho.
Ponciano,
al verse aludido, intervino:
—Maille
está mintiendo, taita. El toro que dice yo le robé se lo compré a Natividad
Huaylas. Que lo diga; está presente.
—Verdad,
taita —contestó un indio, adelantándose hasta la mesa del concejo.
—¡Perro!
—dijo Maille, encarándose ferozmente a Huaylas—. Tan ladrón eres tú como
Ponciano. Todo lo que tú vendes es robado. Aquí todos se roban.
Ante
la imputación, los yayas, que al parecer dormitaban, hicieron un movimiento de
impaciencia al mismo tiempo que muchos individuos del pueblo levantaban sus
garrotes en son de protesta y los blandían gruñendo rabiosamente. Pero el jefe
del tribunal, más inalterable que nunca, después de imponer silencio con gesto
imperioso, dijo:
—Cunce
Maille, has dicho una brutalidad que ha ofendido a todos. Podríamos castigarte
entregándote a la justicia del pueblo, pero sería abusar de nuestro poder.
Y
dirigiéndose al agraviado José Ponciano, que, desde uno de los extremos de la
mesa, miraba torvamente a Maille, añadió:
—¿En
cuánto estimas tu vaca, Ponciano?
—Treinta
soles, taita. Estaba para parir, taita.
En
vista de estas respuestas, el presidente se dirigió al público en esta forma:
—¿Quién
conoce la vaca de Ponciano?... ¿Cuánto podrá costar la vaca de Ponciano?
Muchas
voces contestaron a un tiempo que la conocían y que podría costar realmente los
treinta soles que le había fijado su dueño.
—¿Has
oído, Maille? —dijo el presidente al aludido.
—He
oído, pero no tengo dinero para pagar.
—Tienes
ganado, tienes tierras, tienes casa. Se te embargará uno de tus ganados, y como
tú no puedes seguir aquí porque es la tercera vez que compareces ante nosotros
por ladrón, saldrás de Chupán inmediatamente y para siempre. La primera vez te
aconsejamos, te enseñamos lo que debías hacer para que te enmendaras y
volvieras a ser hombre de bien. No has querido. Te burlaste del yaachishum3 .
La segunda vez tratamos de ponerte bien con Felipe Tacuche, a quien le robaste
diez carneros. Tampoco hiciste caso del alli-achishum4 , pues no has querido
reconciliarte con tu agraviado y vives amenazándole constantemente… Hoy le ha
tocado a Ponciano ser el perjudicado y mañana quién sabe a quién le tocará.
Eres un peligro para todos. Ha llegado el momento de botarte, de aplicarte el
jitarishum5 . Vas a irte para no volver más. Si vuelves, ya sabes lo que te
espera: te cogemos y te aplicamos ushanan-jampi. ¿Has oído bien Cunce Maille?
Maille
se encogió de hombros, miró al tribunal con indiferencia, echó mano al
huallqui6 que, por milagro había conservado en la persecución, y sacando un
poco de coca se puso a chacchar lentamente.
El
presidente de los yayas, que tampoco se inmutó por esta especie de desafío del
acusado, dirigiéndose a sus colegas, volvió a decir
—Compañeros,
este hombre que está delante de nosotros es Cunce Maille, acusado por tercera
vez de robo en nuestra comunidad. El robo es notorio; no lo ha desmentido, no
ha probado su inocencia. ¿Qué debemos hacer con él?
—Botarlo
de aquí, aplicarle jitarishum —contestaron a una voz los yayas, volviendo a
quedar mudos e impasibles.
—¿Has
oído, Maille? Hemos procurado hacerte un hombre de bien, pero no lo has
querido. Caiga sobre ti el jitarishum.
Después
levantándose y dirigiéndose al pueblo, añadió con voz solemne y más alta que la
empleada hasta entonces:
—Este
hombre que ven aquí es Cunce Maille, a quien vamos a botar de la comunidad por
ladrón. Si alguna vez se atreve a volver a nuestras tierras cualquiera de los
presentes podrá matarle. No lo olviden. Decuriones, cojan a ese hombre y
sígannos.
Y
los yayas, seguidos del acusado y de la muchedumbre, abandonaron la plaza,
atravesaron el pueblo y comenzaron a descender por una escarpada senda, en
medio de un imponente silencio, turbado solo por el tableteo de los shucuyes.
Aquello era una procesión de mudos bajo un nimbo de recogimiento. Hasta los
perros, momentos antes inquietos, bulliciosos, marchaban en silencio, gachas
las orejas y las colas, como percatados de la solemnidad del acto.
Después
de un cuarto de hora de marcha por senderos abruptos, sembrados de piedras y
cactus tentaculares y amenazadores como pulpos rabiosos, senderos de pastores y
cabras, el jefe de los yayas levantó su vara de alcalde, coronada de cintajos
multicolores y de flores de plata de manufactura infantil, y la extraña
procesión se detuvo al borde del riachuelo que separa las tierras de Chupán y
las de Obas.
—¡Suelten
a ese hombre! —exclamó el yaya de la vara.
Y
dirigiéndose al reo:
—Cunce
Maille: desde este momento tus pies no pueden seguir pisando nuestras tierras
porque nuestros jircas se enojarían y su enojo causaría la pérdida de las
cosechas, y se secarían las quebradas y vendría la peste. Pasa el río y aléjate
para siempre de aquí.
Maille
volvió la cara hacia la multitud, que con gesto de asco e indignación, más
fingido que real, acababa de acompañar las palabras sentenciosas del yaya, y
después de lanzar al suelo un escupitajo enormemente despreciativo, con ese
desprecio que solo el rostro de un indio es capaz de expresar, exclamó:
—¡Ysmayta-micuy7
!
Y
de cuatro saltos salvó las aguas del Chillán y desapareció entre los matorrales
de la banda opuesta, mientras los perros, alarmados de ver un hombre que huía,
excitados por su largo silencio, se desquitaban ladrando furiosamente, sin
atreverse a penetrar en las cristalinas y bulliciosas aguas del riachuelo.
Si
para cualquier hombre la expulsión es una afrenta, para un indio, y un indio
como Conce Maille, la expulsión de la comunidad significa todas las afrentas
posibles, el resumen de todos los dolores frente a la pérdida de todos los
bienes: la choza, la tierra, el ganado, el jirca y la familia. Sobre todo, la
choza.
El
jitarishum es la muerte civil del condenado, una muerte de la que jamás se
vuelve a la rehabilitación; que condena al indio al ostracismo perpetuo y
parece marcarle con un signo que le cierra para siempre las puertas de la
comunidad. Se le deja solamente la vida para que vague con ella a cuestas por
quebradas, cerros, punas y bosques, o para que baje a vivir a las ciudades bajo
la férula del misti, lo que para un indio altivo y amante de las alturas es un
suplicio y una vergüenza.
Y
Conce Maille, dada su naturaleza rebelde y combativa, jamás podría resignarse a
la expulsión que acababa de sufrir. Sobre todo, había dos fuerzas que le
atraían constantemente a la tierra perdida: su madre y su choza. ¿Qué iba a ser
de su madre sin él? Este pensamiento le irritaba y le hacía concebir los más
inauditos proyectos. Y exaltado por los recuerdos, nostálgico y cargado su
corazón de odio, como una nube de electricidad, harto en pocos días de la vida
de azar y merodeo que se le obligaba a llevar, volvió a repasar en las
postrimerías de una noche, el mismo riachuelo que un mes antes cruzara a pleno
sol, bajo el silencio de una poblada hostil y los ladridos de una jauría
famélica y feroz.
A
pesar de su valentía, comprobada cien veces, Maille, al pisar la tierra
prohibida, sintió como una mano que le apretara el corazón y tuvo miedo. ¿Miedo
de qué? ¿De la muerte? ¿Pero qué podría importarle la muerte a él, acostumbrado
a jugarse la vida por nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y sus cien tiros?
Lo suficiente para batirse con Chupán entero y escapar cuando se le antojara.
Y
el indio, con el arma preparada, avanzó cauteloso, auscultando todos los
ruidos, oteando los matorrales, por la misma senda de los despeñaderos y los cactus
tentaculares y amenazadores como pulpos, especie de vía crucis, por donde
solamente se atrevían a bajar, pero nunca a subir, los chupanes, por estar
reservada para los grandes momentos de su feroz justicia. Aquello era como la
roca Tarpeya del pueblo.
Maille salvó todas las dificultades de la
ascensión y, una vez en el pueblo, se detuvo frente a una casucha y lanzó un
grito breve y gutural, lúgubre, como el gruñido de un cerdo dentro de un
cántaro. La puerta se abrió y dos brazos se enroscaron al cuello del proscrito,
al mismo tiempo que una voz decía:
—Entra
guagua-yau8 , entra. Hace muchas noches que tu madre no duerme esperándote. ¿Te
habrán visto?
Maille,
por toda respuesta, se encogió de hombros y entró. Pero el gran consejo de los
yayas, sabedor por experiencia propia de lo que el indio ama su hogar, del gran
dolor que siente cuando se ve obligado a vivir fuera de él, de la rabia con que
se adhiere a todo lo suyo hasta el punto de morirse de tristeza cuando le falta
poder para recuperarlo, pensaba: «Maille volverá cualquier noche de estas;
Maille es audaz, no nos teme, nos desprecia, y cuando él sienta el deseo de
chacchar bajo su techo y al lado de la vieja Nastasia, no habrá nada que lo
detenga».
Y
los yayas pensaban bien. La choza sería la trampa en que habría de caer alguna
vez el condenado. Y resolvieron vigilarla día y noche por turno, con disimulo y
tenacidad verdaderamente indios.
Por
eso aquella noche, apenas Conce Maille penetró a su casa, un espía corrió a
comunicar la noticia al jefe de los yayas.
—Cunce
Maille ha entrado a su casa, taita. Nastasia le ha abierto la puerta —díjole
palpitante, emocionado, estremecido aún por el temor, con la cara de un perro
que viera a un león de repente.
—¿Estás
seguro, Santos?
—Sí,
taita. Nastasia lo abrazó. ¿A quién podría abrazar la vieja Nastasia, taita? Es
Cunce…
—¿Está
armado?
—Con
carabina, taita. Si vamos a sacarlo, iremos todos armados. Cunce es malo y tira
bien.
Y
la noticia se esparció por el pueblo eléctricamente… «¡Ha llegado Cunce Maille!
¡Ha llegado Cunce Maille!» era la frase que repetían todos estremeciéndose.
Inmediatamente se formaron grupos, los hombres sacaron a relucir sus grandes
garrotes —los garrotes de los momentos trágicos—, las mujeres, en cuclillas,
comenzaron a formar ruedas frente a la puerta de sus casas y los perros,
inquietos, sacudidos por el instinto, a llamarse y a dialogar a la distancia.
—¿Oyes,
Cunce? —murmuró la vieja Nastasia, que, recelosa y con el oído pegado a la
puerta, no perdía el menor ruido, mientras aquel, sentado sobre un banco,
chacchaba impasible, como olvidado de las cosas del mundo—. Siento pasos que se
acercan, y los perros se están preguntando quién ha venido de fuera. ¿No oyes?
Te habrán visto. ¡Para qué habrás venido guagua-yau!
Conce
hizo un gesto desdeñoso y se limitó a decir:
—Ya
te he visto, mi vieja, y me he dado el gusto de saborear una chaccha en mi
casa. Voime ya. Volveré otro día.
Y
el indio, levantándose y fingiendo una brusquedad que no sentía, esquivó el
abrazo de su madre, y, sin volverse, abrió la puerta, asomó la cabeza a ras del
suelo y atisbó. Ni ruidos, ni bultos sospechosos; solo una leve y rosada
claridad comenzaba a teñir la cumbre de los cerros.
Pero
Maille era demasiado receloso y astuto, como buen indio, para fiarse de ese
silencio. Ordenóle a su madre pasar a la otra habitación y tenderse boca abajo,
dio en seguida un paso atrás para tomar impulso, y de un gran salto al sesgo
salvó la puerta y echó a correr como una exhalación. Sonó una descarga y una
lluvia de plomo acribilló la puerta de la choza, al mismo tiempo que
innumerables grupos de indios, armados de todas armas, aparecían por todas
partes gritando: «¡Muera Cunce Maille! ¡Ushanan-jampi! ¡Ushanan-jampi!».
Maille
apenas logró correr unos cien pasos, pues otra descarga, que recibió de frente,
le obligó a retroceder y escalar de cuatro saltos felinos el aislado campanario
de la iglesia, desde donde, resuelto y feroz, empezó a disparar certeramente
sobre los primeros que intentaron alcanzarle.
Entonces
comenzó algo jamás visto por esos hombres rudos y acostumbrados a todos los
horrores y ferocidades; algo que, iniciado con un reto, llevaba trazas de
acabar en una heroicidad monstruosa, épica, digna de la grandeza de un canto.
A
cada diez tiros de los sitiadores, tiros inútiles, de rifles anticuados, de
escopetas inválidas, hechos por manos temblorosas, el sitiado respondía con uno
invariablemente certero, que arrancaba un lamento y cien alaridos. A las dos
horas había puesto fuera de combate a una docena de asaltantes, entre ellos a
un yaya, lo que había enfurecido al pueblo entero.
—¡Tomen,
perros! —gritaba Maille a cada indio que tumbaba—. Antes que me cojan mataré
cincuenta. Cunce Maille vale cincuenta perros chupanes. ¿Dónde está Marcos
Huacachino? ¿Quiere un poquito de cal para su boca con esta shipina?
Y
la shipina era el cañón del arma, que, amenazadora y mortífera, apuntaba en
todo sentido.
Ante
tanto horror, que parecía no tener término, los yayas, después de deliberar
largamente, resolvieron tratar con el rebelde. El comisionado debería comenzar
por ofrecerle todo, hasta la vida, que, una vez abajo y entre ellos, ya se
vería cómo eludir la palabra empeñada. Para esto era necesario un hombre
animoso y astuto como Maille, y de palabra capaz de convencer al más desconfiado.
Alguien
señaló a José Facundo. «Verdad —exclamaron los demás—. Facundo engaña al zorro
cuando quiere y hace bailar al jirca más furioso».
Facundo,
después de aceptar tranquilamente la honrosa comisión, recostó su escopeta en
la tapia en que estaba parapetado, sentóse, sacó un puñado de coca, y se puso a
catipar9 religiosamente por espacio de diez minutos largos. Hecha la catipa y
satisfecho del sabor de la coca, saltó la tapia y emprendió una vertiginosa
carrera, llena de saltos y zigzags, en dirección al campanario gritando:
—¡Amigo
Cunce!, ¡amigo Cunce!, Facundo quiere hablarte. Conce Maille le dejó llegar y
una vez que lo vio sentarse en el primer escalón de la gradería le preguntó:
—¿Qué
quieres, Facundo?
—Pedirte
que te bajes y te vayas.
—¿Quién
te manda?
—Yayas.
—Yayas
son unos supaypa-huachashgan10, que cuando huelen sangre quieren beberla. ¿No
querrán beber la mía?
—No,
yayas me encargan decirte que si quieres te abrazarán y beberán contigo un
trago de chacta en el mismo jarro y te dejarán salir con la condición de que no
vuelvas más.
—Han
querido matarme.
—Ellos
no; ushanan-jampi, nuestra ley. Ushanan-jampi igual para todos, pero se
olvidará esta vez para ti. Están asombrados de tu valentía. Han preguntado a
nuestro gran jirca-yayag y él ha dicho que no te toquen. También han catipado y
la coca les ha dicho lo mismo. Están pesarosos.
Conce
Maille vaciló, pero comprendiendo que la situación en que se encontraba no
podía continuar indefinidamente, que al fin llegaría el instante en que se le
agotaría la munición y vendría el hambre, acabó por decir, al mismo tiempo que
bajaba:
—No
quiero abrazos ni chacta. Que vengan aquí todos los yayas desarmados y a veinte
pasos de distancia juren por nuestro jirca que me dejarán partir sin
molestarme.
Lo
que pedía Maille era una enormidad, una enormidad que Facundo no podía
prometer, no solo porque no estaba autorizado para ello sino porque ante el
poder del ushanan-jampi no había juramento posible.
Facundo
vaciló también, pero su vacilación fue cosa de un instante. Y, después de reír
con gesto de perro a quien le hubieran pisado la cola, replicó:
—He
venido a ofrecerte lo que pidas. Eres como mi hermano y yo le ofrezco lo que
quiera a mi hermano. Y, abriendo los brazos, añadió:
—Cunce,
¿no habrá para tu hermano Facundo un abrazo? Yo no soy yaya. Quiero tener el
orgullo de decirle mañana a todo Chupán que me he abrazado con un valiente como
tú.
Maille
desarrugó el ceño, sonrió ante la frase aduladora y, dejando su carabina a un
lado, se precipitó en los brazos de Facundo. El choque fue terrible. En vez de
un estrechón efusivo y breve, lo que sintió Maille fue el enroscamiento de dos
brazos musculosos que amenazaban ahogarle. Maille comprendió instantáneamente
el lazo que se le había tendido, y, rápido como el tigre, estrechó más fuerte a
su adversario, levantole en peso e intentó escalar con él el campanario. Pero
al poner el pie en el primer escalón, Facundo, que no había perdido la
serenidad, con un brusco movimiento de riñones hizo perder a Maille el
equilibrio, y ambos rodaron por el suelo, escupiéndose injurias y amenazas.
Después de un violento forcejeo, en que los huesos crujían y los pechos
jadeaban, Maille logró quedar encima de su contendor.
—¡Perro!,
más perro que los yayas —exclamó, Maille, trémulo de ira—, te voy a retacear
allá arriba, después de comerte la lengua. Facundo cerró los ojos y se limitó a
gritar rabiosamente:
—¡Ya
está!, ¡ya está!, ¡ya está! ¡Ushanan-jampi!
—¡Calla,
traidor! —volvió a rugir Maille, dándole un puñetazo feroz en la boca, y
cogiendo a Facundo por la garganta se la apretó tan rudamente que le hizo
saltar la lengua, una lengua lívida, viscosa, enorme, vibrante como la cola de
un pez cogido por la cabeza, a la vez que entornaba los ojos y una gran
conmoción se deslizaba por su cuerpo como una onda.
Maille
sonrió satánicamente, desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo la lengua de su
víctima y se levantó con intención de volver al campanario. Pero los
sitiadores, que, aprovechando el tiempo que había durado la lucha, lo habían
estrechamente rodeado, se lo impidieron. Un garrotazo en la cabeza lo aturdió;
una puñada en la espalda lo hizo tambalear; una pedrada en el pecho obligole a
soltar el cuchillo y llevarse las manos a la herida. Sin embargo, aún pudo
reaccionar y abrirse paso a puñadas y puntapiés y llegar, batiéndose en
retirada, hasta su casa. Pero la turba, que lo seguía de cerca, penetró tras él
en el momento en que el infeliz caía en los brazos de su madre. Diez puñales se
le hundieron en el cuerpo.
—¡No
le hagan así, taitas, que el corazón me duele! —gritó la vieja Nastasia,
mientras, salpicado el rostro de sangre, caía de bruces, arrastrada por el
desmadejado cuerpo de su hijo y por el choque de la feroz acometida. Entonces
desarrollose una escena horripilante, canibalesca. Los cuchillos, cansados de
punzar, comenzaron a tajar, a partir, a descuartizar. Mientras una mano
arrancaba el corazón y otra los ojos, esta cortaba la lengua y aquella vaciaba
el vientre de la víctima. Y todo esto acompañado de gritos, risotadas, insultos
e imprecaciones, coreados por los feroces ladridos de los perros, que, a través
de las piernas de los asesinos, daban grandes tarascadas al cadáver y sumergían
ansiosamente los puntiagudos hocicos en el charco sangriento.
—¡A
arrastrarlo! —gritó una voz.
—¡A
arrastrarlo! —respondieron cien más.
—¡A
la quebrada con él!
—¡A
la quebrada!
Inmediatamente
se le anudó una soga al cuello y comenzó el arrastre. Primero, por el pueblo,
para que, según los yayas, todos vieran cómo se cumplía el ushanan-jampi;
después, por la senda de los cactus.
Cuando
los arrastradores llegaron al fondo de la quebrada, a las orillas del Chillán,
solo quedaba de Conce Maille la cabeza y un resto de espina dorsal. Lo demás
quedose entre los cactus, las puntas de las rocas y las quijadas insaciables de
los perros.
Seis meses después, todavía podía verse sobre
el dintel de la puerta de la abandonada y siniestra casa de los Maille, unos
colgajos secos, retorcidos, amarillentos, grasosos, a manera de guirnaldas:
eran los intestinos de Conce Maille, puestos allí por mandato de la justicia
implacable de los yayas.
SESIÓN DESCARTABLE
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